Título
Modo de enseñar, y estudiar las Bellas Letras, para ilustrar el entendimiento, y rectificar el corazón. Escrito en idioma francés por Mons Rolin, rector de la Universidad de París, Professor de eloquencia. &c Traducido al castellano por Dª María Cathalina de Caso, quien le dedica a la Reyna nuesra señora, Dª María Bárbara
Autor
Caso, María Catalina de (trad.)
Datos de la edición
Imprenta del Mercurio, por José de Orga
Madrid
1755
4 ts.
Fuentes
Información técnica



PORTADA DEL EJEMPLAR

SigloXVIII/caso1755-1.jpg


[h. 1r]

Modo de enseñar y estudiar las bellas letras, para ilustrar el entendimiento y rectificar el corazón.

Escrito en idioma francés por Monsieur RollinEn el texto: “Rolin” , rector de la Universidad de París, profesor de elocuencia, etc.

Traducido al castellano por doñaMaría Catalina de Caso, quien lo dedica a la reina nuestra señora, doña María Bárbara.

Tomo I.

En Madrid: En la Imprenta del Mercurio, por José de Orga, impresor. Año de 1755.
[h. 2r]Señora. Dos objetos se presentan al espíritu racional, que le inclinan y obligan a rendirse, y humillarse, con tal precisión que no puede hacer lo contrario sin violentar las inspiraciones que está sintiendo en su interior.
El primero le indica reconocimientos y adoraciones al Criador; el segundo obediencia, obsequio, amor y fidelidad a los que haciendo sus veces en la tierra, se hallan colocados en el trono, en que está puesta la mano soberana, que administra la justicia, que protege y ampara la religión, que nos defiende de nuestro enemigos, que nos hace vivir en paz, que estimula la [h. 2v] virtud con el premio, y reprime el vicio con el castigo.
Parece tan justo como natural que todos los vasallos se dediquen con todas sus facultades, en sus respectivos destinos, a tributar los servicios que pertenecen a la majestad; ¿pero qué puede hacer una pobre ignorante mujer desde su soledad, que merezca ofrecerle a los pies de vuestra majestad?
Confieso que es excesiva osadía el intentar la honra de que vuestra majestad se digne recibir un obsequio de mi pequeñez. Me alientan las muchas y repetidas experiencias que vuestra majestad se ha servido dar al mundo de su piadosa benignidad, y me anima también en importante asunto de una obra que he traducido del francés al castellano; es su autor Monsieur Rollin2En el texto: “Rolin” , tan célebre por su ciencia como por su virtud.
Contiene instrucciones y reglas para la buena educación de la juventud, de la que dependen todas las felicidades de esta y de la otra vida. Precede un prólogo, que he procurado formar, sobre la observación y la práctica, del descuido que comúnmente [h. 3r] se experimenta en la crianza de los niños. Puede ser útil para muchos, y será trabajo dichoso si corresponde el acierto a mis buenos deseos , y merece que vuestra majestad le avalore con su amparo y protección soberana.
El atrevimiento de ofrecer a los reales pies de vuestra majestad esta obra, es hijo del público conocimiento de ser vuestra majestad un perfecto modelo de los felices efectos que produce la buena crianza, viéndose ilustrada con las ciencias, admirada de los extranjeros por las muchas lenguas que posee, y venerada por todas las demás virtudes. Siendo ejemplo vivo, en que pueden aprender sus vasallos los actos más heroicos de la humanidad en el afable y benigno modo de tratarlos.
No se satisface solo con esto el ánimo grande de vuestra majestad, ya que a costa de sus tesoros y desvelos está levantando monumentos eternos el ardor de su caridad, a cuyos pechos se van criando en el convento de su nueva Real Fundación otros tantos ángeles como niñas se educan en él, alabando al Señor y rindiéndole continuas [h. 3v] gracias por el singular beneficio que ha hecho a esta monarquía con darle una reina tan grande en todo, que faltan palabras para explicarlo.
Este cristiano y piadoso celo de vuestra majestad me hace esperar que no atendiendo a la ignorancia y pequeñez de la traductora, si solo a la importancia del asunto, se dignara disculpar benignamente mi osadía , acogiendo bajo su real amparo esta obra, para que logre por este medio el aprecio y estimación que desmerece por ser mía.
Nuestro señor prospere la católica real persona de vuestra majestad los muchos años de la pido y necesita la cristiandad.


Señora. A los reales pies de vuestra majestad. Su más humilde, y rendida
María Catalina de Caso.



[h. 4r]

Aprobación

Del doctor don José de Rada y Aguirre , capellán de honor de su majestad, su predicador de los del número, y cura del real palacio.
En el método de los estudios de Monsieur Rollin3En el texto: “Rolin” , que traducido por la señora doñaMaría Catalina de Caso remite el señor vicario a mi censura, hallo todas las circunstancias que hacen apreciable una buena traducción. Es clara, pura, elegante, y sin dejar de ser libre, tan exacta y fiel que explica con energía todo el sentido del original. Semejantes traducciones no son tan fáciles como algunos imaginan; por lo cual, entre la casi inmensa turba de traductores del francés al español, como hace sudar hoy las prensas, apenas hay quien llene el gusto de los que entienden perfectamente los dos idiomas. Votos decisivos en la materia son los célebres autores del Diario de nuestros literatos, y ya en el año de 1742 se quejaron de las malas traducciones, exceptuando solo la de la Vida del gran Teodosio. No sé lo que dirían si hubieran continuado su utilísima obra, pero es cierto que también sería exceptuada la de esta señora. Sabe con fundamento y de raíz las lenguas española y francesa: tiene bastante noticia de la latina, como lo experimentarán los que logren la dicha de tratarla; y si a esto se añade el gran estudio que ha hecho en las obras de RollinEn el texto: “Rolin” , es preciso contestar que su traducción ha de ser una obra perfecta en este género. Así tuviéramos de la misma pluma todos los escritos de este grande hombre; pues aunque algunos están vertidos en nuestra lengua, desean en ellos los críticos mayor pureza y exactitud. Yo espero que como [h. 4v]Madama Dacier se hizo célebre en Francia por sus bellas traducciones, lo ha de ser en España esta señora por las suyas; siendo aún más digna de admiración , porque no ha nacido ni se ha educado en nuestros países.
Sin embargo, su ingenio no se reduce a los límites de una mera traducción, es capaz, por su talento y por sus luces, de producir obras originales. Léase el prólogo instructivo que precede a este libro y se verá que no hablan en mí ni la cortesanía ni la lisonja. Si el reverendísimo padre maestro Feijoo imprimiera ahora su suplemento al Teatro Crítico, pondría a esta señora por apéndice del erudito y sólido Discurso de la defensa de las mujeres.
Por todo lo referido, y por no contener esta obra expresión opuesta a nuestra santa fe y buenas costumbres, antes bien mucha utilidad para instruir y educar a la juventud, es mi dictamen que se conceda la licencia que para su impresión se solicita. Madrid, y diciembre 16 de 1754. Doctor don José de Rada y Aguirre .

Licencia del ordinario

Nos, el licenciado don Miguel de Navarrete Pérez , presbítero, abogado de los Reales Consejos y teniente vicario de esta villa de Madrid y su partido, etc.
Por el presente, y por lo que a nos toca, damos licencia para que se pueda imprimir e imprima el libro intitulado: Modo de enseñar y estudiar las bellas letras, para ilustrar el entendimiento y rectificar el corazón, etc.,traducido del idioma francés al castellano por la señora doñaMaría Catalina de Caso, atento a que de nuestra orden ha sido visto y reconocido, y parece que no tiene cosa contra nuestra santa fe y buenas costumbres. Fecha en Madrid, a 21 de septiembre de 1754. Licenciado Navarrete.


Por su mandado,
Vicente García.



[h. 5r]

Aprobación

Del padre don Nicolás Gallo , presbítero de la congregación del Salvador.
De orden del supremo Consejo de Castilla, he visto de todo cuidado la obra escrita por Monsieur Rollin en su idioma francés, con el título de Método de enseñar las bellas letras, que ha traducido a nuestro castellano la señora doña Catalina de Caso, la que nada contiene contra las regalías de su majestad ni contra las buenas costumbres, y contiene demasiado que deba ocupar su elogio y nuestra admiración.
Porque una traducción cabal, y sin los defectos de que comúnmente adolecen las traducciones, es una especie de prodigio que se desea mucho ver, pero que rara vez se halla, aunque las personas que se dedican a hacerlas sean las más hábiles y tengan una perfecta comprensión así de la materia traducida como de los dos idiomas que deben jugar en ellas, que son el original en que se escribieron y el extraño a que se trasladan, porque todo ello es menester para hacer una traducción tolerable; y aun con todo ello se han visto hombres grandes que han dado a luz producciones muy plausibles de su propio caudal; y que cuando han querido dedicarse a traducir obras de otro idioma distinto a aquel en que se criaron, han caído en desgracia del público, y apenas se les conoce en ellas por las malas noticias que del verdadero carácter de los autores nos dan sus traducciones.
Sobre esta verdad, que la experiencia nos contesta todos los días, se hace más digno de admiración ver a una joven señora aplicada a traducir del idioma francés en el nuestro la obra más útil pero la más difícil del célebre Monsieur Rollin. Pues aunque no repugne a su sexo el conocimiento de las ciencias, y se vean actualmente aparecer en los teatros y concurrencias de los sabios, y aun en las más famosas universidades, mujeres insignes, dotadas de excelentes ingenios, sin embargo no suele hallarse en sus obras con tanta frecuencia el juicio, el buen gusto y la propiedad, que todo junto hallo yo en esta traducción.
Pertenece al buen juicio la elección en la materia que quiere traducirse. Pues ¿quién diría que entre las muchas obras de Rollin que ceban con ardor la curiosidad de los lectores, como son las historias antiguas de este autor, tan fértiles de acaecimientos memorables, y que dicen más con el genio de las mujeres , aparta esta señora su atención de ellas para ponerla en el Método que tenemos entre manos, [h. 5v] que aunque utilísimo para la instrucción de la juventud, es de suyo seco, estéril y de poco atractivo para los lectores? Pero la solidez de su juicio miró más a la utilidad que a la diversión del público; y por ella no dudó tomarse este trabajo tan desabrido , y tan difícil, y renunciando al aplauso , y al despacho que tendrían las traducciones de otras piezas menos útiles, aunque más sabrosas, y venciendo la aridez de la materia, que trata con el buen gusto , que reina en el fondo de su espíritu.
Distínguese el buen gusto del juicio en que este se ocupa en discernir y elegir entre las materias que deben darse al público, cuáles sean las más ventajosas a la sociedad, o cuáles las que menos le interesan con su conocimiento y su práctica. Pero no siempre la voluntad de los escritores sigue con docilidad y de buena guía los dictámenes de su entendimiento. Para esto es menester que al juicio acompañe el buen gusto; esto es, que no solo los escritores distingan lo útil de lo menos útil o de lo perjudicial de los asuntos; fino es que tengan el paladar de la razón tan delicado, que trascendiendo de lo vulgar y lo mediano, le tomen el sabor a lo sublime, y que descubran y sientan en él una especie de deleite superior al que tienen los genios vulgares en las materias de orden inferior y de menos utilidad. Esto es lo que esta señora hace ver en su traducción. La instrucción de los jóvenes y la práctica de ella es (como decimos) la materia más seca de cuantas en las obras de monsieur Rollin podía elegir la aplicación, y emplear los talentos de nuestra traductora. Pero su penetración, y discernimiento , no solo descubrieron en ella el provecho que su noticia y su uso traería a la juventud, y por el consiguiente a la República; sino es que en el prólogo, y en los motivos que en él da para haber emprendido este trabajo, manifiesta un genio y un gusto elevadísimo , que extiende sus luces y sus conocimientos al mayor interés de la sociedad, que es la educación, y la instrucción del hombre en la edad pueril, la cual por lo común es la que gobierna y sirve de regla a toda la vida, y de quien depende todo el buen o mal destino. Por poco que se trate a esta señora, y se observen sus loables ocupaciones , su virtud y sus especiales talentos, se reconocerá que poca parte tienen en mis expresiones la adulación ni la urbanidad.
No es menos la propiedad que el juicio y el buen gusto con que está hecha la traducción, trasladando a nuestro idioma toda la fuerza y energía que tiene la obra en su original, y buscando en el castellano las voces y frases que presenten el mismo sentido que tiene en su lengua nativa. No [h. 6r] pocas veces sucede que un francés (y lo mismo digo de otro cualquiera extranjero) pretende aprender el español; pero, o porque su talento es limitado para ello, o porque su aplicación es superficial, bien lejos de conseguir su deseo desgracia su propia lengua y no adquiere la extraña, usando en la una los idiotismos de la otra, y haciendo una mezcla de los dos idiomas, que ni bien es francesa ni española su locución, ni por ella se le puede conocer su patria, y el primitivo lenguaje en que se crió. Todo lo contrario sucede a nuestra traductora. Con tanta perfección posee el francés y el castellano que si por cualquiera de ellos queremos saber dónde nació y cuál fue su lengua nativa, no se puede discernir bastantemente, y la propiedad con que usa de uno y otro idioma, nos deja problemáticos, y en duda su origen , su nacimiento y su educación. Bien puede ser que yo me engañe, pues mi ignorancia, y la corta comprensión que tengo de una y otra lengua, dan suficiente motivo para ello; pero lo cierto es que, cotejada esta traducción con tantas como en nuestros días se dan al público, yo hallo en ellas lo que no hallo en otras muchas, y es parecerme que cuando la leo, leo un autor que jamás estuvo escrito en otra lengua que la castellana, y esto para mí es la regla de discernir las buenas de las malas traducciones. No habrá contribuido poco para esto la lengua latina, que nuestra traductora posee en un grado más que regular; pues como la francesa y la española son hijas de la lengua latina, sirven infinito para la cultura y el uso de las dos hermanas las lecciones y las reglas de la madre común de una y otra.
Por estos motivos, no solo siento se le puede dar a la señora doñaMaría Catalina la licencia que pide para la impresión de esta obra, sino es también las gracias de su traducción, con la esperanza de que la continúe en las demás obras de monsieur Rolin, etc. Madrid, 19 de diciembre de 1754.
Nicolás Gallo.

[h. 6v]

El Rey

Por cuanto por parte de doñaMaría Catalina de Caso, se representó en el mi Consejo había obtenido licencia para imprimir el libro intitulado Modo de enseñar, y estudiar las bellas letras, escrito en francés por Carlos Rollin, y traducido al español por la susodicha. Su fecha en Madrid a 9 de septiembre de este año. Y recelándose de que se le reimpriman, suplicó al mi Consejo fuese servido concederla licencia y privilegio por tiempo de diez años para su reimpresión; y visto por los del mi Consejo, se acordó expedir esta mi cédula: por la cual concedo licencia y facultad a la expresada doñaMaría Catalina de Caso, para que sin incurrir en pena alguna por tiempo de diez años primeros siguientes, que han de correr y contarse desde el día de la fecha de ella; la susodicha, o la persona que su poder tuviere, y no otra alguna pueda reimprimir, y vender el referido libro intitulado: intitulado Modo de enseñar, y estudiar las bellas letras, por el ejemplar que en el mi Consejo se vio, que va rubricado, y firmado al fin de don Josef Antonio de Yarza, mi secretario, escribano de cámara más antiguo, y de gobierno de él, con que antes que se venda se traiga ante ellos, juntamente con dicho ejemplar, para que se vea si la reimpresión está conforme a él, trayendo asimismo fe en pública forma, como por corrector por mí nombrado se vio, y corrigió dicha reimpresión por el ejemplar, para que se tase el precio a que se ha de vender; y mandó al impresor que reimprimiere el referido libro, no imprima el principio y primer pliego, ni entrega más que uno solo con el ejemplar a la dicha doña María Catalina de Caso, a cuya costa se reimprime, para efecto de dicha corrección, hasta que primero esté corregido, y tasado el citado libro por los de mi Consejo, y estándolo así, y no de otra manera pueda reimprimir el principio, y primer pliego, en el cual seguidamente se ponga esta licencia, y la aprobación, tasa y erratas, pena de caer e incurrir en las contenidas en las pragmáticas y leyes de estos mis reinos, que sobre ello tratan, y disponen; y mando que ninguna persona, sin licencia de la expresada doña María Catalina de Caso, pueda reimprimir, ni vender el citado libro, pena que el que le reimprimiere haya perdido, y pierda todos y cualesquier libros, moldes y pertrechos que dicho libro tuviere, y más incurra en la de cincuenta mil maravedís, y sea la tercia parte de ellos para mi cámara, otra tercia parte para el juez que lo sentenciare, y la otra para el denunciador. Y cumplidos los [h. 7r] dichos diez años la referida doña Catalina de Caso, ni otra persona en su nombre quiero no use de esta mi cédula, ni prosiga en la reimpresión del citado libro sin tener para ello nueva licencia mía, so las penas en que incurren los consejos, y personas que lo hacen sin tenerla; y mando a los del mi Consejo, presidentes y oidores de las mis Audiencias, alcaldes y alguaciles de la mi Casa Corte, y Chancillerías; y a todos los corregidores, asistente, gobernadores, alcaldes mayores y ordinarios; y otros jueces, justicias, ministros, y personas de todas las ciudades, villas y lugares de estos mis reinos, y señoríos, y a cada uno, y a cualquiera de ellos en su distrito y jurisdicción vena, guarden, cumplan y ejecuten esta mi cédula, y todo lo en ella contenido, y contra su tenor y forma no vayan, ni pasen ni consientan ir, ni pasar en manera alguna, pena de la mi merced, y de cada cincuenta mil maravedíes para la mi cámara. Dada en Buen Retiro a veinticuatro de diciembre de mil setecientos cincuenta y cuatro. Yo el rey. Por mandato del rey nuestro señor. Don Agustín de Montiano y Luyando.
[h. 7v]

Dictamen de don Antonio Joaquín de Rivadeneira y Barrientos, colegial mayor en el Viejo de Santos de Méjico, consultor por la Suprema en el Santo Tribunal de aquel reino, del Consejo de su majestad, oidor que fue de la Real Audiencia de Guadalajara, y hoy fiscal del crimen en la de Méjico.

Señora, muy señora mía. He visto con especial complacencia la traducción, que vuestra merced se sirvió de remitirme, y ha hecho de primer tomo de Monsieur Rollin en su Tratado del modo de estudiar y enseñar las bellas letras, haciéndome vuestra merced la honra de insinuarme exponerlo a mi censura, para que en la forma que me pareciere, lo corrija.
Vuestra merced, que ha tenido esta bondad, habrá de continuarla en permitirme que cumpliendo en la parte de puedo con su mandato, dé a vuestra merced el más sincero testimonio de mi rendimiento.
La censura de esta obra no cabe en mi capacidad, ni por el original ni por la traducción. Por el original; porque basta decir que es una de las obras de Monsieur Rollin, uno de los primeros talentos de la Francia, y uno de los varones más célebres que han ilustrado la república literaria con sus sabias y peregrinas obras; a cuya vista yo no me atrevería a que ocupase la censura el lugar de la veneración.
Por la traducción: porque siendo esta de vuestra merced, tengo muchos motivos para respetarla en las circunstancias de vuestra merced y en el propio mérito de la obra. Para lo primero me daría sobrado motivo todo cuanto oculta en el inviolable silencio de su modestia , juzgo debe pasar a noticia de todos para que sepa nuestra juventud que el beneficio de esta importante traducción se debe a doñaMaría Catalina de Caso, que aunque nació en Flandes y se crió en Francia, es originaria de Asturias, y desciende de la nobilísima casa de este apellido, cuyos padres y abuelos, así en Flandes como en España, señalaron en los más distinguidos empleos su celo y amor al servicio de nuestros católicos monarcas. El brigadier ingeniero en jefe don Eugenio Alberto de Caso , padre de esta señora, hombre de singulares luces, y talentos, supo conocer, y aprovechar los que desde la más tierna edad descubrió en su [h. 8r] hija, dándole otro segundo ser en su educación, no sólo en cuanto es común a su sexo en escribir, coser, bordar, hacer encajes, etc., sino también en el dibujo y tapicería, en que se adelantó con admiración de sus maestros, y envidia e todos sus colegas. De suerte que no teniendo ya en su tierna edad más que aprender de lo común a todas las señoras de su esfera, sus padres, para no malograr sus talentos, la entregaron a la Escuela de Bellas Artes y Letras, saliendo tan insigne en la música, pintura, latinidad y matemáticas, que llegando a ver una miniatura de su mano, uno de los príncipes de Europa prorrumpió en la honrosa expresión de que no tenía pintura de igual mérito en su gabinete. Y señalándose en la geografía y arquitectura militar , mereció el aplauso de varios oficiales de graduación una ciudad de tierra fortificada que vuestra merced hizo con sus propias manos, y fue la admiración de todos los del arte.
Esta cuidadosa escuela en tantas ciencias y artes, labró en su infancia de vuestra merced un hábito continuo de aplicación a la erudición sagrada y profana, que solidada en los varios viajes que en compañía del señor su padre hizo a Alemania, Inglaterra y Francia, la enriquecieron de un admirable complejo de erudición, envidiable aún a los hombres de los mayores talentos y estudio, y de un rico tesoro en la perfecta posesión de seis lenguas, con la perfección que en esta última manifiesta la presente traducción, sin perder este laudable hábito en el discurso de su bien empleada vida, aun después de los cuidados de su matrimonio
con el señor don José Blanco , Comisario de Guerra en el servicio de España, sujeto de notoria distinción, con quien habiendo pasado a esta Corte, y de ella a Zamora, siguió el destino de este caballero hasta que su muerte la dejó en la compasiva orfandad de su viudez
, cargada de tres hijos
.
Este (señora mía) es un breve resumen del mérito de vuestra merced, de cuya noticia, aunque contemplo quedaría ofendida su modestia , no he querido privar al público; porque ya que nuestra juventud logre en la obra que vuestra merced traduce la tela a su educación tan importante, vea en la educación de vuestra merced un perfecto dechado , que haciéndole admirar su aplicación y progreso, llene de noble emulación a la juventud de uno y otro sexo, cuando toque, como es fácil el lograrlos cuando se buscan: animándolos para esta empresa el ejemplo de una señora como vuestra merced, a quien ni las peregrinaciones, ni los cuidados del estado, ni el grosero desdén de su suerte, ni la atención a sus hijos
, ni todos cuantos puedan considerar obstáculos, han bastado a separarla de aquellos principios de su crianza: consiguiendo para la suya en la obra, que vuestra merced traduce, un original [h. 8v] completo, y en el buen logro de vuestra merced un modelo de bulto.
Y a la verdad, ¿qué excusa podrán tener nuestras damas , principalmente las señoras, a vista de las reglas que para su educación ministra el autor que vuestra merced traduce en su capítulo 2 cuando se les representen practicadas, e impresas por vuestra merced, en el precioso libro de su vida? ¿Qué razón podrían alegar para no imitar este ejemplo, empleando los primorosos talentos y singular gracia con que Dios quiso dotar a nuestras nobles españolas, para quienes en común este empleo y este estudio serían en su infancia unos inocentes juguetes, que librándolas de muchos peligrosos acaso las habituasen por un modo insensible al encanto dulce de la virtud y honestidad? En su juventud, una ocupación deliciosa que las distrajese de aquella indecorosa ociosidad, con que puedan, entregadas a libertinos cortejos, emponzoñar sus tiernos corazones, tiznar sus preciosas almas, empeñar sus casas, y empañar el candor de su nobleza. En su ancianidad, un honesto recreo con que hurtándose al amor propio, que siempre les está resutiendo la declaración de su ancianidad, sin embargo de la viudez y otros desconsuelos, compitan hasta con sus mismas nietas los femeniles adornos: dando motivo a que se quite a su respeto, cuanto se diere a su irrisión. Cuyo hábito indecoroso, sirviéndoles de mortaja, las acompañe hasta el sepulcro, donde lleven sus vanas cabezas dos veces blancas con los polvos del tocador y las canas del tiempo.
Y descendiendo al mérito de la traducción, me obligo ingenuamente a confesar que a mi corto juicio debe a vuestra merced todo el complemento de su perfección: es correcta, simple, clara, exacta y no solo expresiva de toda la nobleza de los pensamientos originales, sino que les da una cierta brillantez y un cierto ornato, con que transmuta a nuestro idioma toda la elegancia y fineza del original.
No hay lugar en esta obra donde todo esto no se advierta; pero he querido notar algunos, que me han parecido más admirables. 1. Aquel fragmento de Jenofonte sobre la historia de CyroEn cursiva en el original. , que trae el autor en la educación de las hijasEn cursiva en el original. , sacado del 4º libro de la Historia Antigua. 2. En el tercer objeto del estudio, la religión6En cursiva en el original. , aquellos lugares de los autores paganos que prueban la santidad de la religión cristiana, y entre ellos la carta respuesta de Trajano a Plinio el Joven, sobre cómo debía portarse en la persecución del cristianismo. Aquel hermosísimo epifonema de Tertuliano contra este mismo edicto de Trajano. Y aquel raro ejemplo de piedad de que estaba el Santo Doctor Agustino poseído, cuando quiso fuese la autoridad de [h. 9r] su magisterio medianera entre los dos rivales jóvenes, Trigecio y Licente.
3. En el estudio de la lengua francesa7En cursiva en el original. , la traducción de aquellas cartas de Plinio el Joven y de Cicerón, con otros lugares de las obras de este autor. En todos estos pasajes esta traducción, no solo no desmerece cosa alguna del estilo de los originales, sino que la hace vuestra merced conservar una hermosura y un resplandor, que reverberan de sus talentos.
Es también notable la destreza y pulso con que en el artículo 1 del capítulo 2 sobre el estudio de la lengua griega, vuestra merced no traduce literalmente aquel párrafo, que en el original comienza: “La diferente interpretación de quelques mots grecs”, a que vuestra merced sustituye el otro párrafo, que comienza: “El Concilio de Florencia”. Haciendo la que había de ser versión paráfrasis, para dejarla más conforme a nuestros sentimientos, siempre declarados por su Iglesia Católica, y por la suprema potestad del Sumo Pontífice, su única y absoluta cabeza: desviándose de los motivos, con que los franceses se muestran siempre celosos de la inmunidad y privilegios que atribuyen a su Iglesia Galicana. Esto sin duda necesita de un gran juicio , y supone una instrucción completa más admirable en su sexo , y que manifiesta un talento capaz no solo de traducir, sino de producir.
Asimismo sube de punto el genio primoroso de vuestra merced la traducción de los versos franceses a los castellanos, que comienza desde el estudio de la lengua griega en la deprecación de Ajax a los dioses, y en el combate de los cielos. Todo esto no puede acertarse, como pondera elegantemente madama Dacier en su prefacio, sobre la traducción de Homero, si no es por medio de un genio sólido, noble y fecundo: siendo muy difícil que un alma, destituida de todas las hermosuras del arte, que a vuestra merced tanto adornan a vista del original, embriagada de aquellos nobles vapores que ha recibido, se deje arrebatar y transportar tanto de un entusiasmo extranjero, que lo haga propio suyo. Por esto es menester mucha gracia, para traducir bien: y así vemos que entre las muchas traducciones, que cada día salen a luz, principalmente del francés al español, muy pocas se han acertado; porque comenzadas con la ligereza de una aparente facilidad, no se hacen cargo algunos traductores, de que aun en toda la abundancia y riqueza que debemos confesar a nuestro idioma, es muy difícil hacer la traducción de modo que conservando la fineza, y primor de los pensamientos del original, y de aquellas expresiones y metáforas que componen todo el ornato del discurso, acierten con la gracia de imprimir en el sutil lienzo de la fantasía todo el aire pomposo que los decora: de modo que sea éste [h. 9v] dulce céfiro, que los lisonjee, y no deshecho huracán, que los trastorne.
Consiste a mi juicio esta dificultad no solo en dar con los términos propios, para expresar los sentimientos que se representan, para lo cual son menester los fondos de un caudal grande en todos los términos de un idioma, cuyo erario pide una absoluta posesión, y dominio sobre él; sino también en que cada idioma tiene su modo de explicación correspondiente al modo de su concepto: y en que muchas veces es menester, como admiro en la obra que vuestra merced me remite, que en algunos pasajes no vaya la traducción tan sujeta al original que sea su esclava, ni tan libre que sea su señora. De suerte que hay lugares en un original, en que el traductor, a modo de un pintor que copia, llevándole sujeta la idea y el pincel, solo le permiten poner de su casa la diversidad de colores, que ofrecen cada uno de los idiomas, regente y regido.
Así Cicerón, que con sus admirables obras llenó la literaria república, no solo no desdeñó la traducción de los oradores griegos, sino que abrió un camino nuevo a los traductores, para que sin ceñirse a una literal versión de palabra por palabra, se expusiese por medio de una equivalente perífrasis toda la fuerza, y hermosura de las sentencias. Como lo confiesa él mismo: In quibus non verbum por verbo necesse habui reddere, sed genus ómnium verborum, vimque servavi. (a) a
a (a) Cicerón, De optimo genere oratorum. n.14

Vuestra merced, en esta traducción no solo expone al público el mérito del autor, en cuanto la juventud es deudora a sus sabias reglas; sino también el mérito propio de vuestra merced, en cuanto da unas reglas perfectas a los traductores del modo con el que deben conducirse para el acierto: ciñendo unas veces su traducción y otras alargándola; demostrando vuestra merced en esta práctica que a cada traductor debe ser libre la explicación en algunos pasajes, con tal de que en ellos se conserve la misma idea del original, pues el explicarse con más o menos extensión depende no solo de la variación o paralaxis de los idiomas, sino también del asunto que se trata y del modo con el que cada traductor lo concibe. Sin que por esto pueda yo acomodarme, con licencia de madama Dacier, a la prueba que como general establece esta madama: fundando la dificultad de las traducciones en que toda traducción sale más extensa que el original. Veo que esta madama pondera que en varios lugares de Homero, tres palabras de este poeta ha habido menester tres líneas para su explicación. Veo también que el sabio padre Petau, en la traducción que en griego hizo de Cicerón en el tratado de amicitia8En cursiva en el original. , poniendo a su frente aquellos [h. 10r] dos versos y medio de Ennio, hubo menester cinco versos enteros para explicarlos. Pero no sucediendo lo mismo en las demás traducciones, que del griego debemos al Lamio en su obra Delitie eruditorum: ni aun en las mismas obras ya referidas del padre Petau y de madama Dacier, no debemos tener esta por regla general en todos los idiomas, en todas las obras y en todos los pasajes, aunque la observemos solamente en algunos, en que hay ciertos pensamientos y expresiones sumamente galanas, agudas, conceptuosas y figuradas en una lengua, que en otra o salen muy frías y lánguidas, o han menester mucho rodeo, para dejarles algo de su artificio. O hay ciertas cosas, tan raras en algunos idiomas, que no se pueden fácilmente traducir a otro, como a cada paso nos enseña la experiencia.
El ejemplo que se me presenta es el de aquellos dos versos de Horacio en la oda 4 de su libro 1, cuya traducción, sin embargo de ser tan varia entre los autores, cada uno se habrá persuadido a que la ha acertado:

Palida mors aequo pulsat pede
Pauperum tabernas, regumque turres

Estos dos versos, que en pocas palabras quieren decir que tan presto mueren los pobres como los reyes, han fatigado a muchos traductores. Madama Dacier traduce: “la muerte igualmente trastorna los palacios de los reyes y las cabañas de los pobres”. En que se advierte que omite a la muerte el epíteto de “pálida”; se olvida del aequo pede; toma el pulsare por “trastornar”; y da al tabernas el nuevo correspondiente de “cabañas”. Y aunque en nuestro idioma castellano el tabernas solo se tome por las tiendas donde se vende vino, Cicerón en Oratio pro Flacco generalmente lo toma por todas las tiendas en que se vende cualquier mercería: Oppifices et tabernarios quid est negotii concitare? Y aun eran distintas las tabernas entre los latinos, según la variedad de las mercaderías; y así se lee en Cicerón, Tácito y Livio: taberna libraría, taberna sutrina, taberna argentarie; y en Plauto: taberna diversaria, de donde se interpretó también el tabernas por “hospicios”, que no siendo gratuitos, sino por cierta merced llamamos “mesones” o “posadas”, y los latinos caupona; y siendo gratuitos, llamamos propiamente hospicios.(b) b
b (b) Vide Vossius, tomo I, Etymologicon linguae latinae, verbo taberna.
El padre Tarteron, en su traducción de Horacio, traduce: “La triste muerte llama sin distinción a los palacios de los reyes, como a las cabañas de los pobres”. En que se nota que toma el pulsare por “llamar” o “sonar”, que no es propio: que la comparación no sale aquí tan igual y animada [h. 10v] de mayor a menor, como en Horacio de menor a mayor, según la usó el mismo en la oda 18 del libro 2.

aqua tellus
pauperi recluditur
regunque pueris

Que en el mismo sentido quiere decir: “que en siete pies de tierra caben igualmente los hijos de los pobres que los hijos de los reyes”: y según la usó Ovidio, para asegurar que él no dudaba poder mitigar las iras de Augusto, cuando veía se aplacaban contra sus enemigos las iras de los dioses.

Cur ego posse negem leniri caesaris iras,
Cum videam mites hostibus ese Deos.

Y últimamente, que entre nosotros sería impropio el “cabañas” de los “pobres”; porque no llamamos “cabañas” sino a las de los pastores.
Nuestro erudito Villem de Viedma en su traducción de Horacio traduce así: “la muerte pálida da de pie con igualdad a las casas humildes de los pobres, y a los homenajes, y torres altas de los reyes”. Notándose que es redundante, y que propiamente el tabernas no se puede traducir por “casas” sino por “tales casas”. Vense aquí todas estas varias traducciones todas con reparos; y cada uno que emprendiere otra, la sacará distinta, y muchas quizá distantes de la idea del poeta.
Este es el dictamen que formo de la traducción de vuestra merced, en que si me he dilatado más de lo que la moda ha introducido, esta moda obsérvenla enhorabuena sus inventores en sus aprobaciones, que yo no me adapto a ella en mis dictámenes. Y aun por lo que mira a las aprobaciones, veo introducidas en nuestro tiempo unas censuras cortísimas reducidas a cuatro renglones y su argumento, a que no contienen cosa contra la religión y buenas costumbres, con el fin de desterrar la antigua práctica de nuestros españoles de llenar los principios de los libros de unas piezas inútiles e impertinentes. Confieso que en esto ha habido mucho abuso entre nosotros, pero tampoco me acomodo a que hayamos de imitar tan ciegamente a los extranjeros que no salgamos un punto de sus estilos. A vista de muchísimas aprobaciones malas y difusas, ha habido muchas piezas buenas, de cuyo honor no es justo privar al público y aun a las mismas obras.
Pueden los extranjeros contentarse con que hagamos propias sus modas, que nos tienen de costo nuestros caudales, [h. 11r] sin precisarnos a que nos acomodemos con las que nos tienen de costo nuestro talentos; pues si estas tuvieran precio, ya se darían maña de hacernos entrar en ellas, y de vendérnoslas muy caras.
Esta idea no es nueva, pues en ella retrata nuestro siglo al Pitagórico, cuando este filósofo dio por regla a sus discípulos que ciñesen a dos solas palabras sus respuestas:

Est respondebat, vel non, o certa loquendi
Regula! nam brevius nihil est nec plenius istis (c) c

c (c) Ex Ausonio epistola 12 ad Paulinus.

Por esto ha menester tan poco trabajo, que nosotros podremos, con licencia de Pitágoras, detestar de esta escuela, como detestamos de la que redujo todas las sustancias a sus números. El mismo Pitágoras conoció que no ha menester arte, ni trabajo, decir poco y malo; sino poco y bueno: ni tiene gracia alguna decir en poco mucho: Haud est artis, multis pauca; sed paucis multa dicere.
Ya que queramos ser los monos de los extranjeros, procuremos imitarlos en tanto bueno como nos enseñan, sin extender su ejemplo hasta poner un entredicho en nuestras sílabas. En un concurso de Atenas, comenzó Zenón a explicar su doctrina, y disonando a sus oyentes la difusión con que lo había hecho, uno de ellos le advirtió que las sentencias de los filósofos debían ser breves: dices bien, le respondió ; pero mira si puedes hacer que también sean breves todas sus sílabas: (d) d
d (d) Laertus, libro I.
Vera praedicas oportet enim et silabas illorum, si fieri potest esse breves.
Muchas de estas aprobaciones de moda, que he visto, son cortitas y malas: y aunque en lo primero se encuentre conveniencia por el trabajo que se ahorran, en lo segundo no hay disculpa, por carecer de exornación, de arte y aun de estilo. No menos se acerca la brevedad al silencio que el silencio al ocio: y para reducir a un laconismo las aprobaciones es menester mucha gracia. Presentose en México a un virrey, para la licencia de su impresión, una obra muy mala: era su autor sujeto de respeto, y el virrey, por no ofenderlo, dilataba la provisión. Instole demasiado, y se vio obligado a remitir a un docto jesuita de la devoción del autor su aprobación. Hallose este atacado de los mismos motivos que el virrey, fluctuando entre las circunstancias del autor, sus instancias, y el demérito de la obra; y puso la siguiente brevísima aprobación: sentio quod imprimatur, “siento que se imprima”. Entendió el virrey [h. 11v] la ironía y puso este decreto: Sentio ídem, “siento lo mismo”. El laconismo de este pasaje me hace acordar de aquel otro decreto de Augusto (e) e
e (e) Cuius meminit . Plutarco en Apophthegmata.
. Había depuesto a Teodoro de la prefectura de Sicilia, y entre varios capitulantes, que expusieron a César sus quejas contra el Sindicado, se presentó uno con este memorial: Calbus Theodorus Tartensis fur est quid tibi videtur? “Calbo Theodoro Tartense es un ladrón. ¿Qué te parece?”. A que Augusto proveyó: Videtur: “parece”.
A mi corto entender, una aprobación o censura de un libro debe ser una rigurosa etopeya, en que se exprima, no solo el digno mérito de la obra, sino también el carácter del autor, aunque esto suene a alabanza, pues fuera de que estas son de justicia debidas al mérito, no hay razón para que en ellas se varíe el uso antiguo, mudando como los romanos al estilo de sus mayores en las honrosas aprobaciones, que dieron a las obras de Plauto, de Pacuvio y de Ennio, a que hace relación Horacio (f) f
f (f) De arte poética.
.

At nostri proavi plautinus, et
laudavere sales Errata del original. El texto de Horacio, perteneciente al De arte poética liber, dice en realidad lo siguiente: At nostri proavi Plautinos et números et Laudavere sales […] .

Cuando ya más delicado su gusto les había provocado a náusea la expresión de aquellas obras forasteras.
Vuestra merced es acreedora no solo a este corto encomio, que le consagro, sino a toda la gratitud de nuestra juventud, en que espero sea su aprovechamiento su mayor panegirista. Deberá con razón venerarla por madre común, como yo aplicar a la fecundidad de su entendimiento la sentencia de San Jerónimo a Letha: Te habeat magistram: te rudis miretur infantia.
Dios guarde a vuestra merced muchos años para honra de nuestra nación. De este estudio. Madrid, y enero 8 de 1755.


Señora, muy señora mía. De vuestra merced su más atento rendido criado
Don Antonio Joaquín de Rivadeneyra Barrientos.



[h. 12r]

Fe de erratas

[...]
Corresponde fielmente a su original, salvas, como quedan, estas erratas, el libro Modo de estudiar y enseñar las bellas letras, escrito en lengua francesa por Mr. Carlos Rollin y traducido al castellano por doñaMaría Catalina de Caso, vecina de esta corte. Madridocho de enero de 1755.


Licenciado don Manuel Licardo de Rivera Corrector general por su majestad.



[h. 12v]

Don José Antonio de Yarza, secretario del rey nuestro señor, su escribano de cámara más antiguo y de gobierno del Consejo.

Certifico, que habiéndose visto por los señores del libro intitulado Modo de enseñar, y estudiar las bellas letras, escrito en francés por monsieur Carlos Rollin, y traducido al castellano por doña María Catalina de Caso, que con licencia de dichos señores concedida a esta ha sido impreso, tasaron a diez maravedíes cada pliego, y dicho libro parece tiene cincuenta y uno y medio, sin principios ni tabla, que a este respecto importa quinientos y quince maravedíes, y al dicho precio y no más mandaron se venda, y que esta certificación se ponga al principio de cada libro, para que se sepa a él a que se ha de vender; y para que conste, lo firme en Madrid a nueve de enero de mil setecientos cincuenta y cinco.
D. José Antonio de Yarza.

[h. 13r]

Prólogo de la traductora, al discreto lector.

A un punto indivisible se puede reducir nuestra permanencia en este mundo, comparado con la eternidad. Es un soplo la vida por mucho que dure. Al nacer se sigue por precisión el morir; ley terrible. Y sin excepción. De la nada pasamos al ser, caduco, y perecedero en lo temporal; eterno para el espíritu, dichoso para los buenos, e infeliz para los malos.
El nacimiento nos saca de las tinieblas de las tinieblas a la luz, adornados de potencias, y sentidos, conductores fieles, que nos guían al conocimiento del criador, y del fin para que hemos nacido. Conviene aprovechar el corto tiempo, que como pasajeros estamos en esta vida, para ser felices y bienaventurados en la otra. Los medios para lograr esta dicha depender de saber y de practicar lo que nos convienen para conseguir tan importante fin.
Todo contribuye a iluminar nuestro espíritu. La admirable máquina del universo, la prodigiosa variedad de sus producciones, el arreglado método de los tiempos, y la maravillosa estructura de los vivientes, de innumerables especies, parece que podrían bastar para elevar nuestro espíritu a las más altas contemplaciones; pero estas podrían quedar confusas, sin llegar a comprender perfectamente los altos misterios y las verdades eternas, que nos manifiesta la enseñanza, con las luces de las divinas y humanas ciencias.
Tenemos la dicha, en nuestra edad y religión, de hallar adelantado por nuestros anteriores, cuanto es deseable, sin necesidad de nuevas producciones, para saber lo que más importa, y las obligaciones en que nos hallamos constituidos. Solo necesitamos el socorro de los maestros, para que desde los primeros años nos vayan ilustrando el entendimiento con sólidas verdades, quitándonos las preocupaciones de que suele [h. 13v] adolecer nuestra flaqueza, y haciéndonos distinguir lo bueno de lo malo, y lo verdadero de lo falso.
Para conocer esta importancia, y para comprehender la diferencia que hay de la sabiduría a la ignorancia, no es necesario recurrir a los tiempos antiguos o a los países remotos, que tenemos por bárbaros. Dentro de un mismo reino, compuesto de individuos de una misma nación, sujetos a unas mismas leyes, que hablan una misma lengua y profesan la misma religión, y que todos juntos forman un cuerpo de república o monarquía, se nota una diferencia de unos a otros en sus costumbres, en su moral y raciocinio, que solo parecen semejantes en la figura, equivocándose algunos con los ángeles, y otros con los brutos, a nuestro modo de entender. Esto no solo se verifica en todo el espacio de un reino, se experimenta en cada provincia, en cada lugar, y lo que es más, aun entre una y otra casa, aunque estén vecinas: lo que dimana, generalmente hablando, de la buena o mala educación: aquella nos conduce a todas las felicidades temporales y espirituales, y esta nos encamina a todas las desgracias. Para lograr aquella dicha, y precaver este daño, no hay otro medio que el de la buena crianza.
Monsieur Rolin es uno de los más célebres autores que han escrito sobre este asunto. Leí sus obras, y le he conservado siempre especial afición por la actividad con que se interesa a inclinar a todos al gusto de las ciencias.
Pensé en traducirlas del francés al castellano, pues habiendo merecido en todas partes generales aplausos, se debía esperar que no desmereciesen los mismos en España.
El conocimiento de mi insuficiencia , y el deseo de dar al público una obra, que puede ser de gran utilidad, disputaron en mi interior la resolución . Enterados algunos lugares de mis buenas intenciones, y de tener alguna inteligencia, aunque leve, en las lenguas española, francesa y latina, vencieron la dificultad , que me acobardaba , con la esperanza de que mis lectores sabrán disimular con benignidad los defectos que encuentren, disculpándome , en alguna ocasión, por la dificultad de poderse comprehender bien el verdadero sentido, que quiso dar el autor a sus sabios conceptos, y en otras por la naturaleza de toda traducción, que siempre ha de perder algo por la fuerza expresiva de su original.
Este autor da reglas admirables para la buena enseñanza de la juventud, principios sólidos para sus adelantamientos en las ciencias, y expone su importancia con tales fundamentos y razones que no deja que apetecer, ni que añadir.
No obstante, me tomo la licencia de prevenir una cosa que [h. 14r] me parece la más necesaria, no pudiendo asegurarse el edificio que pretende levantar si no se le ponen fundamentos más profundos; estos consisten en las primeras impresiones que se van formando en los niños, buenas o malas según se van pintando en la tabla rasa de su discernimiento; este se va llenando de especies, si fuesen buenas, se irán formando en los niños tantas criaturas celestiales y divinas, si son malas, vienen a ser con el paso del tiempo los más feroces entre todos los animales.
Confieso que muchas veces he sentido todo mi espíritu cubierto de un triste y compasivo horror, oyendo los discursos que suelen hacerse comúnmente delante de estos inocentes, pues parece que se les están dando instrucciones para inclinarlos al vicio y avivarles la malicia.
No puedo persuadirme a que la inclinación al mal esté tan unida a nuestra naturaleza, como suponemos, para dificultar nuestros defectos; creo que se podría desarraigar o minorar mucho, si no hubiese quien nos inclinara a él con sus palabras y ejemplos. Maestros verdaderos del vicio, y de toda relajación, son aquellos que hablan con indecencia delante de los niños; lo son también los padres, que hacen, dicen o permiten cosas que puedan dar mal ejemplo a sus hijos. Con razón se pueden llamar tiranos, pues los llevan, como por la mano, al precipicio.
Una de las más monstruosas ceguedades que se están viendo cada día, es la irracional contemplación que los padres tienen a sus hijos. Los actos de irreverencia y de soberbia los tienen por gracias, y como tales las aplauden. Los incitan muchas veces a que pierdan el respeto a los mayores, a los que los cuidan y asisten, acostumbrándolos desde el primer instante de su discernimiento a ultrajar y maltratar a los criados con acciones de ira y de soberbia, y a tratarlos, cuando empiezan a hablar, con palabras que solo se pueden usar con las bestias.
Con estas ilícitas libertades, que se les permiten, y con las conversaciones que oyen, se van haciendo unos monstruos indómitos, llenos de vicios, capaces de despreciar a sus propios padres, como cada día se experimenta.
Es un principio infalible que ignoraríamos las palabras deshonestas, injuriosas e indecentes si no las oyésemos, o no nos las hubiesen enseñado, que nuestros discursos y sentimientos serían nobles, heroicos y magnánimos si en nuestra primera edad nos fuesen alimentando con ellos, proporcionando los asuntos a la capacidad. Hablarían los niños de las cosas más sagradas, de los más altos misterios, y sabrían [h. 14v] distinguir, con el tiempo, la belleza de la virtud, de la fealdad del vicio, si poco a poco les fuesen instruyendo en esto. ¿Pero qué se puede esperar de los que solo oyen fruslerías, palabras obscenas, críticas pecaminosas, empleando todo el tiempo en discursos fantásticos, indignos de hombres racionales, y en murmurar de las vidas ajenas?
Creen muchos que han dado cumplimiento a todas sus obligaciones, tocante a la crianza de sus hijos, con enseñarles a leer, y escribir, y la doctrina cristiana. Lo mismo creen los maestros, a cuyo cargo se pone la enseñanza de los jóvenes, en las escuelas menores y mayores. Esta es una lisonja engañosa, tan distante de la realidad como la sombra de cuerpo que la ocasiona. Saben muchos la doctrina, pero del mismo modo que los papagayos. Dicen las palabras, ignorando su significado, y los misterios que contienen. La falta de estas reflexiones produce aquellos rezadores de tarabilla, sin atención ni reverencia, que profieren las oraciones más santas sin meditar con quién hablan ni entender una palabra de lo que dicen; es preciso explicárselas a los niños, para que se vayan imponiendo en sus misterios. Esta no es obra breve; requiere mucho tiempo. Se debe empezar temprano, aplicando las lecciones a medida de los talentos y en un modo que no sea fastidioso, pudiendo los maestros y padres discretos aprovechar las ocasiones, a todas horas, con discursos que sirvan de diversión al mismo tiempo que instruyen.
Lo menos de que regularmente cuidan los padres y los maestros, es de hacer algunos discursos sobre las virtudes y los vicios. Gastan muchas horas en conversaciones inútiles, y muchas veces perjudiciales, sin encontrar un momento para hablar de lo que más importa, siendo este el único medio para ir formando las inclinaciones hacia lo bueno, y para aborrecer lo que es malo.
Están algunos muy satisfechos de que para el cumplimiento de su obligación, y para conseguir el fin, bastará el hacer leer a los jóvenes libros morales, y otros que han dado a luz varios hombres eminentes. Esto es muy bueno, pero tengo por dificultoso que se pueda lograr por este medio. Los muchachos, por lo regular, se fastidian luego con tales lecturas y aun suelen llegar a aborrecerlas. El modo más seguro, que rara vez dejará de causar los deseados efectos, es el de la viva voz, acompañada con el ejemplo. Con aquella se va ilustrando el entendimiento, y con este se forma el modelo de las costumbres.
Un sabio padre y un prudente maestro descubren, desde luego, las inclinaciones de los niños; alimentan las buenas y [h. 15r] aplican contra las malas el remedio que conviene, Les van poco a poco haciendo comprehender la importancia de la virtud, no solo para conseguir la eterna felicidad, sino también para lograr estimación, conveniencias, aplausos y la benevolencia de todos, y para vivir con una interior tranquilidad, que vale más que todos los tesoros del mundo.
Por el contrario, se les hace ver la inquietud y desasosiego en que están siempre los viciosos, pues a más de ser odiosos a Dios, son siempre aborrecidos de los hombres. Sobre el modo de ir imprimiendo estos sentimientos en los corazones de los niños y jóvenes, no se pueden dar reglas fijas, debiéndose usar de aquellas que parezcan más adecuadas al discernimiento, edad e inclinaciones de cada uno. En las enfermedades del espíritu sucede lo mismo que en las del cuerpo. En un mismo mal conviene muchas veces variar los remedios, por ser diferentes las complexiones de los sujetos. Esta es una ciencia privativa del propio juicio; si este falta, sucederá como al médico, que en vez de ayudar a la naturaleza, la aniquila y destruye.
Será muy del caso imponer a los jóvenes en el conocimiento que el descrédito que padecen los que causan escándalos. Será bien fácil encontrar ejemplos vivos para persuadirlos, sin recurrir a las historias de los pasados siglos; ojalá no hubiera tantos, que son el vituperio de sus familias y el desprecio de las gentes, perdiendo su fortuna por su mala conducta y desordenada vida.
Este es un punto que merecería mucha extensión, pues no solo comprehende a los jóvenes relajados, sino también a hombres y mujeres de todas clases y edades.
No quiero lisonjearme de que lo que tenemos por buena educación pueda convertir en ángeles a todas las criaturas racionales. Me hago cargo de la constitución de nuestra miseria y flaqueza, de la prodigiosa diversidad de inclinaciones, de la diferencia de temperamentos y del violento dominio de las pasiones: pero creo que la buena enseñanza, si no basta para desterrar todos los males, es por lo menos capaz de minorarlos, y de hacer felices a muchos que sin ella serían muy desdichados.
Las maldades, infamias y escándalos que ha habido siempre en todos los tiempos, siglos y naciones, según refieren las historias antiguas y modernas, son ejemplares, que solo pueden hacer alguna fuerza a los que con este pretexto quieren encubrir, o que les disimulen sus vicios, como si una mala y pecaminosa costumbre, aunque envejecida, pudiese jamás hacer lícita la imitación. Tengo por infalible que han [h. 15v] sido siempre muy pocos los padres y maestros que han dado a sus hijos y discípulos una buena y perfecta educación, sin quedarme la menos duda de que habrán sido buenos, o por lo menos nada malos todos los que han tenido esta dicha.
Vuelvo a decir que no basta saber que hay un vicio que se llama soberbia9En cursiva en el original. , y una virtud que se dice humildad10En cursiva en el original. . Es preciso instruir, y hacer entender a los niños y aun a muchos adultos, la consistencia de los vicios, el deshonor que causan, los daños temporales y espirituales que de ellos se siguen, lo perjudiciales que son a la sociedad de los hombres, la afrenta que padecen los que los tienen, y el mal fin que les espera. Explicando igualmente el mérito, la gloria y la felicidad de los virtuosos.
Sería obra larga el hablar de todos. Tocaré los más comunes, y dominantes, que son regularmente el origen de todos los males. Su explicación en conversaciones oportunas y en discursos familiares, podrá contribuir infinito para que todos adquieran amor a la virtud y horror al vicio.

DE LA SOBERBIA

Es la soberbia la reina de todos los vicios, y principio de todos los males, abominable al criador, aborrecible a los ángeles, y odiosa a los hombres. ES madre de todos los pecados, especialmente de la desobediencia, jactancia, hipocresía, contención, porfía, discordia y vanagloria. SE comete por pensamientos, suponiendo el soberbio de sí mismo más de lo que merece. Por palabras, procurando empleos y dignidades que no le corresponden. Por omisión, no refiriéndose a Dios todos los bienes que posee.
La soberbia, dice San Gregorio, “desborda el entendimiento, es principio de la herejía, evidentísima, y cierta señal de los réprobos”. Añade a esto San Agustín“que solo el soberbio es indigno de la misericordia de Dios”.
No se necesitaría decir más para venir en conocimiento del cuidado que deben tener los padres y los maestros en corregir y castigar a los niños, siempre que los ven hacer actos de soberbia, respectivos a su edad. Nada se puede disimular en este asunto. No admite parvidad de materia, aunque se equivoque con la inocencia, por el riesgo evidente de ir siempre en aumento.
No hay maldad que no cometa el soberbio, pues queriendo dispensarse de toda sujeción de los hombres, aspira a verse independiente de las leyes. El soberbio incurrirá en mil vilezas contra su honor si conducen a su ostentación. [h. 16r] Entre todas las especies de vicios, ninguno tan perjudicial a la sociedad como el soberbio; es un hablador perpetuo, seminario de discordias y quimeras, espíritu de contradicción, pues no hay razón que le convenza, ni sentencia de Santo Padre a que no se oponga, ni necedad que no intente sostener con terquedades y porfías.
Para explicar los perniciosos efectos que produce la soberbia, sería necesario escribir muchos tomos. De lo expresado se pueden sacar suficientes discursos, para ir imponiendo a los niños y jóvenes en conocimiento de la perversidad de este vicio. Se les puede referir oportunamente muchos pasajes, que se encuentran en la historia sagrada, sobre los castigos que ha dado Dios a los soberbios. Por este pecado echó a Adán del paraíso, quitó a Saúl el reino, ahogó a Faraón con todo su ejército, y por la misma causa arrojó a los ángeles del cielo, los convirtió en demonios, para ser atormentados eternamente.
En las historias profanas se hallarán mil ejemplares del desastrado y miserable fin que los soberbios han tenido. ¿Pero qué mayor castigo que el que se está dando continuamente a sí mismos? Jamás logran tranquilidad en su ánimo, su vida es una tempestad, y turbación perpetua: los buenos huyen de ellos, los malos si se acercan no es por amor, sino por interés, en consiguiéndole los abandonan, y antes y después les murmuran y aborrecen.

DE LA HUMILDAD

Para venir en conocimiento del mérito de la humildad, bastaría decir que es todo lo opuesto de la soberbia. La humildad dispone el corazón para recibir las otras gracias y virtudes, por ser llave de la verdadera ciencia y gran parte de la sabiduría. “Es y será siempre el camino para la gloria”, como nos enseña Salomón.
Consiste la verdadera humildad (según dice San Crisóstomo ) en cuatro cosas, la primera: “en despreciarse a sí mismo”. La segunda: “en no despreciar a otro”. La tercera: “en despreciar el mundo y sus vanidades”. La cuarta: “en despreciar los desprecios”.
Sin el fundamento de la humildad, es imposible levantar el edificio de las virtudes, pues sin esta no lo son ni pueden aprovechar; y así como la soberbia es evidentísima y cierta señal de los réprobos, igualmente lo es la humildad de los escogidos. “Si mil veces me preguntas” (dice San Agustín ) “cuál es el camino del cielo, tantas y más te responderé que no hay otro que el de la humildad”. [h. 16v] Esta virtud en ninguno resplandece tanto como en los poderosos, ejercitada con discreción, serán dichosos y bienaventurados los que la poseen. Lograrán, sin duda, la benevolencia y aplauso de todos en este mundo, y la eterna gloria en el otro.
Muchas veces he hecho reflexión que algunos suelen equivocar la humildad con la bajeza, cuando hay tanta diferencia como de la virtud al vicio. Los actos de bajeza son siempre indignos de un noble y generoso corazón; son señal evidente de un ánimo vil, capaza de hacer mil infamias contra su honor, calidad y conciencia. Los codiciosos incurren fácilmente en este defecto, proponiendo la honra y la estimación a todo lo que pueda contribuir a llenar su ambición.
Tengo presente haber oído a ciertos lisonjeros que las mujeres deben ser soberbia, para mantener más bien su decoro. Proposición temeraria, horrible y escandalosa, querer remediar un vicio con otro mayor.
No hay conquista más fácil que la de la soberbia, por tener muchos lancos por donde se pueda atacar; así como no hay fortaleza tan inexpugnable como la humildad, pues si esta es verdadera no hay poder en la mundo que baste para rendirla. Las altiveces y descomposturas no son armas propia, ni decentes, para defenderse de los insolentes. Una sola vuelta de ojos, con modesta severidad, basta para confundir y parar al más atrevido. Padres y madres, os ruego con todo mi corazón que procuréis criar a vuestras hijas con sentimiento, que las inspiren a ser humildes, si queréis que sean virtuosas y honestas, o si no queréis, que en lugar de serviros de consuelo, os llenen de amarguras, afrentas y deshonras.

DE LA MURMURACIÓN

La murmuración nace de la envidia, procurando obscurecer la vida ajena, y deleitándose de hablar del prójimo con el perverso fin de desacreditarle. No hay ave que tanto vuele ni cosa que tan presto se arroje, ni que más largamente destruya. El murmurar es traición, aprovechándose de la ausencia para la ofensa. San Jerónimo dice “que es oficio de gente vil y baja”. Por tales se deben tener los que buscan su alabanza con vileza ajena, y piensan 11En el texto original: “piensa” alabarse a sí mismos con vituperar a otros. No hay torpeza ni locura igual a la de notar y escudriñar los pecados y defectos del prójimo, olvidándose de los propios. [h. 17r]San Agustín fue quien más aborreció el vicio de la murmuración; tenía escrito en la cámara donde comía las palabras siguientes: “Cualquiera que gusta de roer la fama de los ausentes, entienda que es indigno de sentarse a esta mesa”. Si esta máxima cristiana y santa se estampase en los corazones de todos en la educación, no se harían discursos tan escandalosos como los que cada día se oyen en las conversaciones, siendo cosa muy dura el ver a algunos hacerse jueces de vidas ajenas, no sabiendo gobernar las suyas, estar hablando mucho sobre lo que nada les importa, y nada sobre lo que mucho les convendría.
En todos tiempos ha reinado el vicio de la murmuración, pero en ninguno habrá estado tan válido como en el presente. No solo sirve para pintar figuras con pinceles de demonios, sino que aun se hace uso de este vicio para las negociaciones, encontrándose almas tan relajadas, que protegen y amparan a los que les llevan materia para hablar de otros; caracterizándolos de avisados, de buena gente, de amantes de la verdad, y por consiguiente dignos de los mejores empleos, cuando solo merecerían el destierro del mundo por chismosos, embusteros, turbadores de la paz pública y de las familias.
No hay remedio más eficaz para corregir y refrenar las lenguas de los murmuradores y maldicientes, que el de manifestar disgusto de oírles, a lo que todos están obligados, especialmente aquellos cuya visa está expuesta a ejemplo de imitación. En toda acusación contra otro, por más circunstanciada que nos la pinten, conviene suspender el juicio, hasta oír al acusado, pues a cada paso se ven embustes, que únicamente deben su origen a la malicia del que los profiere.
Estos discursos, acompañados de mayores reflexiones, se deben hacer repetidas veces, por los padres y maestros, a los respectivos hijos y discípulos, para irles imprimiendo en su corazón el horror que se debe tener a este vicio, pues a más de ser pecaminoso por su naturaleza, es vergonzosísimo para todo hombre de bien.

DE LA ADULACIÓN

Tocaré también el punto de la adulación, por ser sobradamente común, para que haciéndose cargo los directores de los niños de la gravedad de este vicio, procuren hacerles algunos discursos que conduzcan al conocimiento de los perjuicios y daños temporales y espirituales que hacen los aduladores.
Dos géneros hay de persecuciones (dice San Agustín ) [h. 17v]“una de los que vituperan, otra de los que adulan, pero más persigue la lengua del adulador que la mano del vituperante; este podrá quitar la vida y robar la hacienda, pero aquel quita la vida del alma, criando hijos para el demonio, con la leche de la adulación”. Así la llamó Salomón cuando dijo: “El hombre malo da leche a su amigo, para adormecerle y luego despeñarle”. Sobre esto mismo dijo Bias: “Entre los animales crueles, el mayor es el tirano, entre los domésticos el adulador”: este toma por oficio el complacer y halagar a los que mandan o necesita, usando de palabras blandas y lisonjeras para dar a los vicios color y apariencia de virtudes. Llama al parlero elocuente. Al pródigo liberal. Al confiado constante. Al temerario valiente. El mentiroso, dice ser hombre de ingenio y agudeza. El satírico, crítico juicioso. Al deshonesto y lascivo, le caracteriza de hombre cortesano y de buen gusto. Y al hipócrita, le quiere hacer pasar por un santo. Estos son los medios con que la adulación se hace lugar entre los viciosos, pues aunque estos conozcan en su interior lo contrario de lo que les dicen, no obstante se complacen de oírlo, lisonjeándose por lo menos de que no se sigue escándalo de sus vicios, por equivocarse, en la apariencia, con las virtudes.
Convendrá infinito repetir muchas veces las palabras de Isaías: “Hijos míos, los que os alaban son los que os engañan, no deis cabida a los que os adulan: los que oyen a los aduladores, son como los ciegos, que oyen lo que les dicen y no ven lo que les hacen”. Como también lo que dice San Jerónimo sobre este asunto: “Bienaventurado es el entendimiento, que ni adula ni cree al adulador, que no engaña ni es engañado, que no hace mal ni lo consiente”.
Con estos y otros discursos, introducidos, como por conversación, sin que parezca cuidado, se va imprimiendo en los niños y jóvenes el conocimiento de los malos efectos que causa la adulación, la que es prueba evidente de la vileza del ánimo, por estar siempre casada con el interés; adquieren odio y aborrecimiento a este vicio, y aunque alguna vez incurran en él, vuelven luego en sí, acordándose de lo que oyeron sus padres y maestros, pues las primeras impresiones, que se adquieren en la niñez, no se olvidan jamás.

DE LA ENVIDIA

La envidia (dice Aristóteles ) “es una pasión del ánimo, y una mortal tristeza de ver a otro con honra, imaginando que es en detrimento de la suya”. La pintaban los antiguos con lengua y ojos de [h. 18r] serpiente. Es un pecado triste, y desabrido, sin deleite ni gusto, tormentador del corazón en que habita, y es propio de los demonios, que sin provecho, tienen pesar de los bienes divinos y espirituales que los hombres alcanzan.
La envidia es piedra de amolar, en la que se afilan las lenguas de los maldicientes. San Pablo estaba tan mal con este pecado, que le pone por fundamento y cabeza de la perdición humana, pues dice: que “por la envidia entró la muerte en el mundo”.
Es tan infame este vicio, que ninguno quiere conocer que está tocado por él, por ser el más vil y que jamás tuvo morada en los ánimos nobles y generosos, por ser claro indicio de bajeza.
Es tan alevoso el vicio de la envidia, que con todos se atreve, a nadie perdona; llega a profanar el templo de la hermandad. Si los que adolecen de este mal, examinan bien su interior, encontrarán el pesar que les ocasiona ver a los que creen dichosos, aunque en realidad no lo sean, como no lo son, si su felicidad consiste en cosas de este mundo.
Se deben ponderar repetidas veces los perniciosos efectos de la envidia, especialmente a los que empiezan a dar indicios de adolecer de este vicio, lo que servirá mucho para contenerlos, pues si llega a echar raíces en el alma, no hay fuerzas después para poderlas arrancar.

DEL ENGAÑO

Una de las cosas más indignas que puede cometer un hombre es engañar a otro, porque el engaño repugna en todo a la verdad. Ninguna cosa, dice San Crisóstomo, “destierra el bien, como el fingimiento engañoso, porque el mal encubierto, debajo de especies de bien, mientras no se conoce, no se guarda, ni se teme”.
Hay muchas maldades que no se conocen en la juventud, hasta que se va perfeccionando la comprehensión de lo bueno y de lo malo; pero el engaño y la mentira son tan repugnantes a la naturaleza que aun lo distinguen los niños, sin haber llegado a la edad en que se hace buen uso de la razón. Esto se ve cada día en sus juguetes y diversiones, ofendiéndose de haber sido engañados de sus iguales o de otros mayores; con esto mismo, que ellos advierten ser malo en otro, se les debe hacer ver que merecen castigo, si lo ejecutan.
Lo más importante consiste en imponer a los jóvenes que digan siempre la verdad, con discreción, sin perjuicio o daño del prójimo, poniendo mucho cuidado en no hacer ni decir delante de ellos, de burlas, ni de veras, cosas que puedan instruirles en usar artificios engañosos, o en inventar [h. 18v] mentiras, manifestándoles que los mentirosos son siempre tenidos por gente ruin, e indigna de tratar con hombres de bien; pues acordándose de estas lecciones, es muy natural que sirva en los sucesivo para contenerles en este vicio, al que inclina mucho el vil interés.

DE LA INJURIA

El injuriar a otro es decir o hacer en su presencia cosa que ofenda a su estimación o a su honra. Muchas veces, aunque se diga verdad es injuria que ofende; pero siendo mentira, recae la injuria sobre quien la hace, y es mejor el partido del que padece. No hay cosa más torpe que el decir a otro cosas con que uno a sí mismo se ofende.
Los mentirosos por la mayor parte son los autores de las injurias. Es más glorioso huir de ellas callando, que vencerlas respondiendo. Conviene imponer a los niños en estas máximas, para que se hagan sufridos y templados, y para que repriman los impulsos de la venganza, haciéndoles conocer que el injuriar a otro es cosa muy fea y peligrosa, y que el sufrir las injurias es un acto heroico y digno de la mayor alabanza.

DE LA TRAICIÓN

La traición es una alevosía y determinación injusta, contra el que está descuidado y vive en buena fe, y el que quebrante esta, alguna vez, es un traidor de quien jamás se debe fiar. En esta clase se pueden poner los que desamparan el común provecho por el suyo propio, no siendo menos vituperables que los que hacen traición a la patria. La común condición de los aleves y traidores, es: tener siempre buenas palabras y hacer malas obras, porque aseguran para matar, saludan para engañar y prometen para no dar.
Aunque el nombre de traidor es tan abominable, aún no me parece bastante expresivo para manifestar aquella especie de traición que cometen los desagradecidos y los infieles a sus amigos. No hay alevosía igual a la del ingrato y falso amigo. En todos los demás defectos, se podrán encontrar algunas excepciones que disculpen su malicia; pero el faltar al amigo, el ser ingrato, es directamente opuesto a la humanidad.
Los beneficios y favores de un ánimo generoso, tienen tal fuerza que en agradecerlos parece que se ejercita poco la virtud. Hasta los irracionales nos dan ejemplo con [h. 19r] visibles acciones, y ademanes de reconocimiento al bien que se les hace, sin más impulso que el del instinto natural. Siendo esto así, ¿qué juicio debemos formar del carácter de un ingrato?
La constancia en la amistad lícita y honesta, que no separa de lo justo, es una de las más relevantes prendas que puede tener un hombre de bien, hay casos en que se puede equivocar con la heroicidad. Se sigue de esto, que el faltar, o corresponder mal a un amigo que ha dado pruebas de serlo de verdad, es la mayor infamia y vileza que puede cometer la ruindad.
Se suele muchas veces profanar con hipocresía el excelente nombre de la amistad, usándole en correspondencias ilícitas y confederaciones viciosas. El ostentar constancia en tales casos es lo mismo que duplicar la maldad con capa de virtud.
No puede haber amistad verdadera entre malhechores, porque al ser buenos como amigos y malos como delincuentes, es tan repugnante como la virtud y el vicio. Para dar a entender a los jóvenes, en pocas palabras, todo lo expresado, basta decir que la constante y virtuosa amistad da al que la posee créditos inmortales, como los que adquirió César amparando a un amigo antiguo reducido a miserias y trabajos; la obstinación en el vicio solo puede producir descrédito, infamia y aborrecimiento de todos.

DE LA PEREZA

Los niños pesados, y tardos en sus operaciones, se dice vulgarmente que son perezosos, los bulliciosos y enredadores se creen diligentes. Estos son efectos de la naturaleza, que se deben mirar con indiferencia. La pereza viciosa es una flojedad y caimiento de corazón, para bien obrar, y una tristeza y hastío de las cosas espirituales, y es, por consiguiente, origen de todos los vicios, deshaciendo las cosas santas y buenas, sin dejarlas llegar a su perfección, pues jamás levantan las alas del deseo para la oración y buenas obras; y así dijo Dios por Jeremías: “Maldito es el hombre que hace mis obras con engaño, y con pereza”. Los efectos de esta son, mucho hablar, poco obrar, y siempre murmurar.
Para evitar en cuanto sea posible este pernicioso defecto, conviene avivar el espíritu de los jóvenes con ejemplos y palabras, para que no sean perezosos en asistir a las funciones sagradas, en frecuentar los sacramentos, y en hacer [h. 19v] todas las demás cosas públicas y privadas a que están obligados todos los buenos cristianos.
Esto no se logrará jamás con amenazas y castigos, por lo menos se debe creer que no son medios proporcionados para conseguir el intento. Se les debe insinuar con dulzura y agrado, poniéndolo en caso de honra, reputación y bien parecer, para que poco a poco se vaya haciendo costumbre, y al irse formando el juicio, conozcan el mérito y le eleven a ser virtud. Los padres y maestros prudentes, con muy poco trabajo, pueden ir induciendo a los niños a la devoción en sus conversaciones familiares, usando de aquellos medios que estimaren más oportunos, pues como médicos prácticos de la enfermedad, de que cada uno adolece, no les será dificultoso aplicar los remedios con acierto.

DE LA JUSTICIA

Diré alguna cosa de la consistencia de la justicia. Parecerá excesiva presunción el meterme a hablar de la más elevada virtud, fuente y origen de todas. Confieso que es asunto muy superior a mis débiles fuerzas, en cuya inteligencia me reduciré a trasladar lo que sobre esta materia dicen algunos autores, con tanta claridad, que lo puedan entender los niños.
“La justicia”, dice San Anselmo, “es una libertad de ánimo, que da a cada uno lo que es suyo. Al mayor reverencia. Al igual concordia. Al menor disciplina. A Dios obediencia. Al enemigo paciencia, y al pobre misericordia”. A estas admirables palabras se pueden añadir los tres preceptos del derecho. “Vivir honestamente. No dañar a otro, y dar a cada uno lo que es suyo”.
Dos motivos son causa, por lo común, de hacerse las mayores injusticias, el interés y aceptación de personas. Estos son unos gusanos, roedores, y carcomas tan malditas que ciegan a los más prudentes, y sabios, y trastornan las palabras de los más justos.
No es mi intento hablar de los que ejercitan, y merecen los varios ministerios que les están confiados, los tengo por muy dignos, los respeto y venero. Este pequeño trabajo solo va dirigido para instrucción de los niños; de quienes deberán salir, con el tiempo, los que Dios tiene destinados para jueces y gobernadores. De estos depende la mayor felicidad de la República, en la buena administración de la justicia, tan necesaria que sin ella se corrompe el pueblo; como el cuerpo sin alma, cuyo remedio está en premiar a los buenos, y castigar a los malos, que es en lo que únicamente consiste toda la armonía del buen gobierno.
[h. 20r] El trabajo que se tomen los padres y maestros para ir imponiendo a sus respectivos hijos y discípulos en la importancia de la gran virtud de la justicia, nunca será excesivo ni mejor empleado. A cada paso se presentan ocasiones de introducir discursos familiares, que bien aplicados pueden ir haciendo en los jóvenes una impresión capaz de formar en ellos el recto conocimiento del amor que se debe tener a lo justo, y por consiguiente irán adquiriendo aborrecimiento a la injusticia. Cuando esto no se logre en toda su perfección, servirá, por lo menos, para moderar los impulsos de las pasiones, que nacen del interés, de la amistad o del odio.
La máxima más necesaria e importante, que se debe ir imprimiendo en los corazones de la juventud, consiste en la precisa obligación que todos tenemos de preferir siempre el bien común al interés propio o particular. Principio tan absoluto, que no admite excepción.
No hay título de autoridad, excepción, privilegio, inmunidad, carácter, nobleza ni otro alguno, que pueda preferirse, ni aun equivocarse, con el bien público, y con el servicio del rey, que son inseparables; estos merecen la primera atención, y cualquiera que los posponga, directa o indirectamente por omisión, o comisión, debe ser reputado por infiel a su rey, y a su patria.
Procurando imponer a los jóvenes en estos principios, y máximas, se podrá esperar con el tiempo que sean buenos padres de la patria, que miren con amor y caridad la causa pública, de lo que infaliblemente resulta el provecho y utilidad común , que no puede entenderse sin hacer el estudio y reflexiones que se requieren sobre este importante asunto.
De lo contrario será perpetuo el perjuicio de la República, si se deja preocupar de las alabanzas, que oyen dar a los que saben hacer su negocio por medio de la astucia, y del engaño, contra lo que dicta la equidad, la razón y la justicia.
Concluiré este prólogo, para no ser sobradamente molesta a mis lectores, omitiendo muchos discursos, que se podrían hacer sobre los vicios. Me ha parecido tocar solamente los más comunes y dominantes , enlazando con ellos sus subalternos, de los que resultan los demás, que todos saben; bastando la luz de la razón para conocerlos, y para poner los medios de corregirlos.
No me ha parecido necesario hablar de todas las virtudes, pues estas son consiguientes, siempre que se reforman los vicios, así como queda triunfante la verdad, si se destierra la mentira.
Todos los padres y maestros quisieran tener hijos y [h. 20v] discípulos virtuosos y sabios, pero esto no puede ser, sin poner los medios para conseguirlo: este es un negocio de la mayor gravedad, no se puede mirar con indiferencia, omisión o descuido, sobre este particular, es una grave culpa, de la que tendrán que dar a Dios estrechísima cuenta, por ser responsables de todos los perjuicios, que se seguirían de no haber dado a los niños una buena crianza.
Debo creer que ninguno de cuantos profesan la religión cristiana podrá dudar del desprecio que merecen los honores, grandezas y distinciones de este mundo, pues viendo cada día con sus propios ojos tantos y tan continuados desengaños, con el desaparecimiento de parientes, amigos y conocidos, que la muerte a nadie perdona ni exceptúa, que desde el más poderoso hasta el más miserable, se reduce a cadáver, a tierra, a polvo, a nada, que todo es perecedero: parece imposible que pueda haber quien compare cosas de tan poca duración con las felicidades eternas.
Pero aun dado el caso, que no creo, de que la falta de reflexión pudiese tener a algunos tan preocupados que solo pensasen en las conveniencias, aplausos y honores del mundo, y en lograr en él todas las dichas, aun para conseguirlas no hay otro camino que el de la buena crianza, que nos guía por la mano a la virtud.
No hay demostración más convincente de esta verdad que la que se puede hacer en la pintura de un prudente padre, que da a sus hijos la buena educación que se requiere. ¿Qué satisfacción será la suya, experimentando de ellos el obsequio y veneración que se le debe? ¿Qué consuelo recibirá oyendo que todos los alaban de atentos, honrados y respetuosos? ¿Qué gozo sentirá en su alma viéndolos crecer en méritos y virtud, y que adelantándose con el tiempo en las ciencias, van adquiriendo créditos de sabios, de útiles, de buenos ciudadanos, de amantes y amados del público, respetados de todos, por sus buenas costumbres, y venerados con el esclarecido nombre de padres de la patria?
No hay palabras , o yo no las encuentro, para poder explicar el contento interior de un padre, que tiene tales hijos, se hace comprehensible en el interior, pero no pueden manifestarse con las voces los tiernos afectos, que causa en el corazón solo el pensarlo.
Todos, y cada uno en su proporción, pueden tener este consuelo, no siendo inferior el que logra un labrador humilde, que ve a sus amados hijos estimados en su pueblo, rendidos a sus consejos, aplicados y laboriosos, para darle una [h. 21r] descansada vejez, que el del noble más elevado, viendo a los suyos ocupar dignamente los mayores empleos, y volver triunfantes y gloriosos de la campaña, cargados de trofeos y recibidos con públicas aclamaciones.
Esto, y mucho más, puede esperar cualquiera que dé buena crianza a sus hijos, dirigiéndolos por el camino verdadero del temor de Dios, e iluminándolos con la enseñanza, y buena educación, que nos conduce a la virtud, a ser sufridos en los trabajos de esta vida, a lograr en ella la posible tranquilidad, y finalmente a gozar de todas las felicidades temporales y espirituales.
Si por el contrario, reflexionamos los efectos que produce el descuido, y mala crianza, que se suele dar a los niños desde su más tierna edad, consintiéndolos y aun alimentándolos en los vicios, ¿qué vejez tan miserable, y desdichada, será la de un padre, viéndose desobedecido y poco respetado de sus propios hijos, oyendo sus escándalos, que son el desprecio de todos, por inútiles, y aborrecidos por su soberbia, desatención y malas costumbres? ¿Podrá haber martirio que se le iguale? Pues esto no admite interpretación. De la buena, o mala crianza; de la sabiduría, o la ignorancia, depende, o el ser dichosos en esta, y en la otra vida, o ser infelices en este mundo, y atormentados por toda la eternidad.
Espero de la benignidad de mis lectores, y vivamente les ruego, que disimulen mi atrevimiento , y en recompensa solo puedo ofrecerles el corto mérito de mi buena intención.
Cuando pensé en traducir esta obra, y en formar este prólogo, tuve presente, lo que no se me podía ocultar, de ser una débil mujer , sin más ciencia que la del conocimiento de mi ignorancia, el que solo producía, en mi interior, desconfianzas sobre el acierto, y persuasiones, de que me estaría más bien solicitar instrucciones y consejos, que meterme en darles a otros.
Facilitó mi resolución la soledad , en que me tiene constituida el estado de viuda
, sin más negocios ni dependencias que las del gobierno de mi pobre familia . Me animó también la reflexión de que muchas veces se ha servido Dios de debilísimos instrumentos, para levantar altos edificios, y para hacernos conocer que no está depositada en nuestra ciencia y elocuencia aquella viva luz que penetra, ilumina y enciende los corazones de los hombres, pudiendo con su infinita sabiduría introducir su mayor actividad, por los más simples y humildes medios.
Si merezco a la piedad de mis lectores, que paren su atención en lo mucho que importa la buena educación de los [h. 21v] niños; aun para ser dichosos en este mundo, espero reciban benignamente mis buenos deseos de haber intentado contribuir a este fin con todos mis posibles, y que no se detengan en notar las imperfecciones de mi explicación, y los demás defectos en que habré incurrido involuntariamente, atribuyéndolos a mi corto entendimiento , y limitada capacidad. VALE.
[f. 1r]

DISCURSO PRELIMINAR. PARTE I.

Reflexiones generales sobre las utilidades de la buena educación.



2. En el texto: “Rolin”
3. En el texto: “Rolin”
6. En cursiva en el original.
7. En cursiva en el original.
8. En cursiva en el original.
9. En cursiva en el original.
10. En cursiva en el original.
11. En el texto original: “piensa”