Madrid, Biblioteca Nacional de España, 3/42889 V.1 ; 3/42890 V.2 ; 3/42891 V.3.
[h. 1r]Cartas de
madama de Montier,
recogidas por
madame Le Prince de Beaumont,
traducidas del francés por doña
María Antonia de Río y Arnedo.
Tomo I.
Madrid,
MDCCXCVI, [1796]en la
Imprenta de Josef López, Calle de las Aguas.
[h. 3r]La
traductora.
El discretísimo prólogo con que la sabia editora de estas
Cartas
las presentó al público francés en su lengua original, me exime de la necesidad de formarle cuando las publico traducidas en el idioma español. En la novela inglesa
Sara Th***, que tuve el honor de dar a la prensa pocos meses ha, me protesté novicia en el arte de traducir, conque diciendo ahora que desde entonces acá apenas han pasado cinco meses, digo lo bastante para que se entienda que no podré aún ser muy maestra. De la benigna acogida que experimentó del público aquella mi primera traducción, nace la esperanza que esta segunda tiene de no ser peor recibida; y aun cuando no tuviera otra circunstancia que ser obra de la respetable
madama de Beaumont,
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tenía todo lo que se necesita para que las gentes de gusto la lean con ansia. El prefacio, prólogo, o como se quiera llamar, que puse en la
Sara
era indispensable; porque estaba sacada de una obra en que ni ella era la única novela que había, ni hacía el principal papel; pero teniéndole de la delicadísima pluma de la autora de las
Cartas
que hoy doy a luz, sería en mí una temeridad imperdonable querer añadir un ápice a las sabias y oportunas reflexiones de aquella mujer insigne. Hable pues por sí y por mí la misma
madama de Beaumont, supuesto que nada se puede decir ni más fino, ni más convincente, que el discurso preliminar que ella pone a su obra. Tradúzcolo literalmente, y detesto una y mil veces aun la sola idea de acometer empresas que exceden sobremanera la debilidad de mis talentos. Dice así: “¡Dios mío! Qué devota es vuestra
madama de Montier, me decía uno que había leído las
Cartas
que acababan de poner en mis manos, y que no me hecho sino copiar. ¿No podríais
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cercenar alguna cosa de los sermones que da a toda su familia? Seguramente esto fastidiará. Copiáis con demasiado rigor; mezclad algunos incidentes de vuestra composición para reemplazar esa moral austera que no es ya de moda.
Aunque sean muy comunes estos discursos, confieso que mis oídos no se acostumbran a ellos, y que la admiración que me causan es siempre nueva. Que los cristianos abandonen la práctica de una moral severa perpetuamente opuesta a sus inclinaciones, hay de qué admirarse; sin embargo, cuando se entra en el fondo de su corazón y se halla en él aquella depravación horrible que nos fija a la tierra y nos ciega en las cosas del cielo, se tiene la llave de la conducta de los hombres por incomprensible que sea. Saben que deben morir, ignoran el cuándo, están seguros de que a este puñado de días se seguirá una eternidad feliz o desgraciada, según lo mal o bien que hayan vivido; y todas estas certidumbres nada, o a lo menos muy poco
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influyen en su modo de portarse. ¡Efectos deplorables de la horrible enfermedad que contrajimos en Adán! Demasiado he sentido yo vuestros ataques para sorprenderme de lo que obráis en los otros. Mas ved aquí lo que enteramente no comprendo. Que se procure dar fuerza a inclinaciones ya demasiado poderosas; que se tenga un verdadero horror a todo lo que podría debilitarlas; que se llegue hasta justificar este horror con que se miran los remedios de males tan grandes; y que de muy buena fe se acuse de excesos a las personas que procuran disipar tan espesas tinieblas: he aquí lo que no puede menos de sorprenderme.
Si los libertinos que han sacudido el yugo de la religión se sublevasen contra una obra propia para despertar el espíritu del Evangelio, esto sería regular. Pero que gentes cuyas costumbres son bastante puras para no desear que la moral del Evangelio se mitigase; que estas gentes, digo, vengan a decirme: esto es demasiado devoro, esto no conviene
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a las personas del mundo, repito que esto no lo comprendo. ¿Está acaso extinguida enteramente la fe en estos como en los otros? Las gentes del mundo no quieren oír hablar de Dios; se persuaden de que pueden al cielo sin tener esta piedad que les espanta, luego es preciso guardarse de abrirles los ojos y ofrecerles ejemplos que los puedan desengañar. ¡Qué modo de discurrir tan miserable! Sostengo por el contrario que estos infelices tiempos es cuando se deben multiplicar semejantes escritos. Me replicarán que no los han de leer. Os engañáis; los leerán, aunque echen pestes contra el autor; la ociosidad y el fastidio necesitan remedios, y aseguran lectores a los que escriben hechos. Se persuadirán que los que van a leer son hijos de mi imaginación, y se pretenderá por esto que yo debía haberlos hecho menos graves: pero si son ciertos, ¿debía haberlos mudado? ¿Y quién podrá decir que no lo son? Puede ser que no haya nada mío, sino la mudanza
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de los lugares y de los nombres para no descubrir a los que interesan estas
Cartas, y que viven aún. De cualquier modo que sea, yo haría escrúpulo de mudar una sílaba, y no podría hacerlo sin herir la verosimilitud. A las personas agobiadas de males que se suceden sin interrupción, solo les restan tres partidos que tomar. Es menester o que se ahorquen, o que se vuelvan locos, o que lleguen a hacerse santos. En semejante caso no basta una mediana virtud, y habría motivo para mirar estas
Cartas
como una ficción mal digerida, si la marquesa y su madre hubiesen conservado su razón y su vida en medio de una multitud de golpes tan terribles, y tan repetidos, sin el socorro todopoderoso de una fe muy viva. Por otra parte, suplico a mis lectores que hagan una reflexión. Desde el principio gustaron muchísimo las primeras cartas de
madama de Montier
y su hija. Han sido traducidas en muchas lenguas, y en francés se han reimpreso en Londres, en Ginebra, en León y
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Holanda. En segundo lugar han deseado mucho ver la continuación. ¿No deberían adivinar cuál sería esta? Personas que principiaron por una virtud tan pura, debían llegar hasta el heroísmo de ella: tal es la naturaleza de las cosas. No nos admiramos de que un artista adquiera nuevos grados de habilidad por el diario ejercicio de su profesión. Trabajando en la fragua se llega a ser herrero, dice el adagio vulgar; y obrando bien es como se llega a ser virtuoso y héroe cristiano. ¿Pero es posible que llegue a este grado de virtud quien embota de modo las penas que al fin las ama? ¿Y por qué no hará el amor de Dios los mismos prodigios que obra el amor profano? Un amante todo lo halla fácil para agradar al objeto de su amor; estamos todos tan convencidos de esto, que no nos admiramos de las locuras, temeridades y sacrificios que su pasión le obliga a hacer: ¿y se llamará absurdo a las menores violencias que se hagan para agradar al solo objeto que merece
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nuestro amor? ¡Qué ceguedad! Inútilmente intentaría yo disiparla, y solo tengo un medio para aprobar que se puede ser feliz en los estados más penosos. Procuren los que lo niegan imitar a la madre y a la hija, cuya historia les presento, y les aseguro que una feliz experiencia les convencerá de la verdad que les anuncio. Hasta la prueba nadie tiene derecho para desmentirme; y he oído decir que vale más una sola afirmativa después de la experiencia, que cien negativas de personas que no hablan más que por capricho”.
[f. 1r]Cartas de mad. de Montier y de su hija la marquesa d… Carta I. De la marquesa d… a su madre.